Proceso de Paz en Ituango

Por primera vez desde que se firmó la paz, un medio argentino llegó hasta los campamentos de las FARC, entrevistó al “Comandante Agustín” y presenció un experimento único en el mundo: los guerrilleros dejan los fusiles a cambio de casas, justicia especial y reinserción social.

En la espuma jabonosa de una nube, 52 guerrilleros de las FARC se turnan para perseguir una pelota fluorescente que no quiere entrar.
Juegan en lo alto de la montaña, al costado del camino de una trocha que es mano y contramano al borde de un precipicio.
La canchita queda justo entre el campamento donde limpiaron por última vez sus fusiles y las edificaciones en construcción donde vivirán como civiles, sin uniformes, ni amenazas, ni exigencias extorsivas a los pobladores, cuando se asiente el proceso de paz en Colombia, un país sumergido en la violencia desde hace más de medio siglo.

Ellos están, geográficamente, en el purgatorio de la paz. El fútbol reemplaza el gasto de energías del entrenamiento militar, que dejaron a un lado cuando sus jefes acordaron con funcionarios del Gobierno el cese del fuego y las hostilidades.
Las miradas de desconfianza hacia los extraños que se aproximan se transforman en amables a lo largo de las horas.
Los combatientes que bajaron del monte el 31 de enero corren y patean con botas de lluvia porque el suelo, y el ambiente político colombiano, están resbaladizos. Equipo que mete un gol sigue, el que pierde deja lugar a otro que aguar- da bajo el tinglado. Pero se produce un largo empate. Y entonces se decide una definición por penales. El partido, como el momento histórico de este país dividido, atrapado en las palabras de Tolstoi “guerra y paz”, es a todo o nada.

Llegar hasta aquí es una odisea: ocho horas de curvas desde Medellín, una parada en la región lechera de Santa Rosa para cargar pan de queso, derrumbes en el camino por la lluvia que nunca cesa, vigilancia militar en tramos críticos, advertencias de peligro y de “mejor no vayan hasta allá, todavía está caliente la zona”, que hace una maestra que atiende a niños desplazados.
Hay que sortear piedras grandes como la rueda de un auto, avanzar entre quebradas, acuchillar la niebla que se impone entre los cañones, y hacer trasbordo en Ituango, un municipio atravesado por la violencia de los distintos grupos armados, de ultraizquierda y de ultraderecha, que asolaron Colombia desde antes de que Gabriel García Márquez situara al coronel Aureliano Buendía ante un pelotón de fusilamiento en Cien años de soledad.

Un cartel advierte que nos adentramos en una “Zona geológica inestable” y señales amarillas anuncian la presencia de osos hormigueros, iguanas, zorros y micos. Pero no se vea nadie. Estamos solos en la selva.

Conduce un chofer llamado Marco Aurelio, que conoce las acechanzas del camino como el emperador a sus roma- nos. Calma la ansiedad con boleros, pero de pronto suena una canción de Sandro: “Quiero al beber tu veneno embriagarme de suerte/ quiero al momento de amarte acercarme a la muerte”.

El último tramo, el que lleva al lugar donde se realiza un experimento de paz único en el mundo, exige subirse al techo de un camión, una chiva multicolor con la imagen de Cristo y la tracción indispensable para escalar planos inclinados y esquivar a los burros que bajan carga- dos a toda velocidad. Allí, según describe el politólogo Carlos Mario Bermúdez, “el Estado no existía, los campesinos quedaban librados a su suerte, las plantaciones de café eran arrasadas para cultivar coca y el control territorial y de las rutas era asumido por las milicias o los paramilitares”.

Nacido y criado en Ituango, Bermúdez tuvo que arriesgar su vida hace cuatro años para ordeñar una vaca en un campo minado, porque su familia necesitaba la leche. Hoy, relata el trauma de una generación: “No sé si soy víctima. A los 11 años asesinaron a una persona al lado mío; a los 17 fui testigo del secuestro de un vecino; de grande presencié el tendal que dejaban las incursiones armadas; y aquí mismo, en la esquina de esta peatonal, se produjo un atentado en 2008 que mató a 7 personas y lastimó a 60. No soy víctima directa, no figuro en los registros, pero la guerra nos envolvió a todos”.

El viaje, por momentos, parece transitar el realismo mágico. Una empleada municipal se dirige a la Quebrada del Quindío para consultar a un curandero, una abuela le habla a una bolsa de mandiocas y el único hombre que sonríe y parece dispuesto a dar testimonio sobre las historias que sobrevuelan el trayecto es mudo.

Se divisan las últimas jorobas verdes de la Cordillera Occidental de los Andes, de 3.000 metros de altura. Los ríos acompañan el andar zigzagueante del sendero, como la culebra verde que pasa a un costado. De repente, las aves rapaces quedan planeando por debajo de nosotros. Estamos encima de una hondonada. Por belleza, la zona se asemeja a un paraíso. Pero por la guerra, es una ciénaga de sangre.

Ya casi llegamos a Santa Lucía, el punto decisivo del viaje, el lugar donde los guerrilleros dicen adiós a las armas, por- que ya las depositaron en contenedores y las Naciones Unidas se las llevarán y las destruirán en estos días.

Quedan apenas nueve kilómetros. Crece la expectativa. Avanzamos, hasta que tres soldados del Ejército nos hacen bajar del camión, exigen documentos, obligan a borrar fotos del Puesto de Control, asientan el arribo en una planilla, nos retienen y despachan el vehículo sin nosotros. Colombia sigue llena de fronteras invisibles.

Nos avisan que nos darán una charla de seguridad donde funciona el Mecanismo de Monitoreo y Verificación del Proceso de Paz, integrado por observadores de la ONU, funcionarios del Gobierno del presidente Juan Manuel Santos y combatientes de las FARC. Nos recibe el teniente coronel Carlos Alberto Rodríguez Gómez, jefe del campamento, habitado por una mayoría de observadores argentinos. “Queremos saber el propósito de su visita”, interroga el militar, con acento salvadoreño y recelo inicial, que se convierte al rato en una invitación a compartir el almuerzo en una carpa blanca con un solo ventilador, junto a oficiales preguntones y guerrilleros.

Cara a cara con el comandante. Las camionetas blancas de las Naciones Unidas tienen la calcomanía de un fusil atravesado por la franja roja de prohibido usarlos. Hay una serie de protocolos que deben cumplirse para subir a esos vehículos. Pero ahí vamos, a cubrir la distancia que nos separa de la “Zona Veredal Transitoria de Normalización” de Santa Lucía, uno de los 26 lugares que se establecieron en Colombia para garantizar el paso de los insurgentes a la vida civil, la conversión de sus pasados de guerra en futuros democráticos.

Los “guerrillos” bajaron de las montañas armados hasta los dientes, pero fueron recibidos por los pobladores con banderas blancas. Se establecieron en cuatro campamentos provisorios, en casillas de hule negro overde sostenidas por troncos hachados en febrero.

Los campamentos miran hacia el camino. Nada o nadie que venga en esa dirección puede sorprender a sus ocupantes, que aguardan con impaciencia que les terminen de construir las viviendas que tendrán a partir del acuerdo firmado a fines del año pasado en La Habana con un “balígrafo”, un bolígrafo montado en el casco de una bala.

Entre las tiendas precarias que ocupan hoy y las casas con techo a dos aguas sanitarios, puertas y ventanas que habitarán en semanas hay unos pocos pasos, pero también un abismo histórico: a un lado, las secuelas sangrientas de una guerra, con más del doble de desaparecidos que en la última dicta dura argentina, masacres, vínculos con el narcotráfico, quemas de poblaciones y destierros masivos; y al otro lado, la cimbreante ilusión de la paz de una sociedad partida entre los que reclaman justicia por los crímenes y los que piden mirar hacia adelante, aun a riesgo de impunidad.

Huellones que un tractor dejó en el barro nos llevan hasta Agustín Riveras (es un alias), el comandante del Frente 18 de las FARC, que dominó la zona por décadas y tuvo influencia en la entrada del estratégico Nudo de Paramillo.

El Comandante Agustín nos recibe bajo el aguacero con un “tinto” (un café), desarmado, con una gorra de la Revolución Cubana (verde militar con la estrella roja en la frente), y un reloj pulsera con calculadora digital. “Ya no queremos más guerra”, se presenta, y muestra la inscripción que tiene su remera en la espalda: “Todos por la paz”.

 

Texto para Clarín: Pablo Calvo.